San Antonio de Padua, también venerado como San Antonio de Lisboa (Lisboa, 15 de agosto de 1195 - Padua, 13 de junio de 1231), fue un fraile, predicador y teólogo portugués. Nació con el nombre de Fernando Martim de Bulhões e Taveira Azevedo, en el seno de una familia de la aristocracia.
Su capacidad
de prédica era proverbial, a punto de ser llamado «Arca del Testamento» por
Gregorio IX. Sus mensajes desafiaban los vicios sociales de su tiempo, en forma
especial la avaricia y la práctica de la usura. Aquejado por continuas enfermedades, perseveraba en la
enseñanza y en la escucha de confesiones hasta la puesta del sol, a menudo en
ayunas. La multitud de gente que acudía desde las ciudades y pueblos a escuchar
las predicaciones diarias lo obligó a abandonar las iglesias como recintos de
prédica para hacerlo al aire libre.
Después de
la Pascua de 1231, Antonio se retiró a la localidad de Camposampiero, pero
decidió retornar a Padua poco después. Ya en las proximidades de Padua, se
detuvo en el convento de Arcella donde murió prematuramente cuando todavía no
alcanzaba la edad de treinta y seis años.
Basilica de San Antonio en Padua (Italia) |
El campesino, con su borrico cargado con dos
serones repletos de unas brillantes y fresquísimas guindas, se dirigía feliz
hacia la Puerta de la Vega para entrar a Madrid. Y motivos tenía: la cosecha
había sido buenísima y esperaba sacar unos buenos dineros por su venta. Pero
poco dura la felicidad en casa del pobre. El Sol empezaba a picar, la carga era
pesada y la Cuesta de la Vega dura de subir, así que el burro empezó a renquear
y Aniceto a darle jarabe de palo hasta que el animal dio una especie de corveta
y allá fueron serones y guindas rodando la cuesta abajo. ¡Qué desastre! Las
antes lustrosas guindas alfombraban ahora la cuesta, algunas espachurradas,
todas cubiertas del polvo y del detritus del camino. Aniceto en vez de jurar en
caldeo y arameo como demandaba la ocasión, invocó a todo el santoral en su
ayuda, sin olvidar a San Antonio del que era muy devoto.
En estas estaba cuando acertó a pasar por
allí un joven franciscano, que al ver el deplorable cuadro se puso a recoger
las guindas y devolverlas a los serones. ¡Deje vuesa merced, padre –clamaba
Aniceto- que es inútil. Inútil! Pero el fraile siguió y los atónitos ojos de
Aniceto vieron que las guindas que estaban ya en los serones brillaban y lucían
aún mejor que antes de la caída. En acabada la recogida, el bueno de Niceto
quiso dar al fraile una cesta de guindas en muestra de agradecimiento. No tenía
otra cosa. El fraile con una sonrisa se lo agradeció y le dijo que mejor se las
llevase después a la iglesia de San Nicolás, que él estaría allí.
Concluía la mañana y llegaba la tarde, cuando
nuestro hortelano antes de marchar de Madrid y feliz por haber vendido toda su
mercancía a buen precio, se pasó por San Nicolás para cumplimentar a su
benefactor. Solo halló a esas horas en la iglesia a un sacristán trajinando en
sus ocupaciones, al cual pidió razón de un fraile joven que era así y asá, que
le había dicho que estaba en aquella iglesia.
El sacristán se volvió y socarrón le dijo que allí de frailes solo había uno, señalando a un cuadro que representaba a San Antonio de Padua. Y en la imagen del santo reconoció Aniceto a su benefactor. Cuentan que el hortelano exclamó “¡¿Con que santo, eh? Así ya se puede”! Cosa que no se sabría interpretar si como rústica expresión de reconocimiento, o como algo ingrato y poco edificante.
El sacristán se volvió y socarrón le dijo que allí de frailes solo había uno, señalando a un cuadro que representaba a San Antonio de Padua. Y en la imagen del santo reconoció Aniceto a su benefactor. Cuentan que el hortelano exclamó “¡¿Con que santo, eh? Así ya se puede”! Cosa que no se sabría interpretar si como rústica expresión de reconocimiento, o como algo ingrato y poco edificante.
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